El banco del puerto

Acudía todas las tardes a aquel banco del puerto, siempre a la misma hora. Terminaba de trabajar, compraba algo rápido en la tienda de abajo y caminaba lentamente hacia el puerto. Lo hacía despacio para dejar al sol esconderse debidamente, porque los días eran cada vez más largos, y a ella le gustaba cenar viendo el reflejo de las luces en el mar.

Llevaba haciendo la misma rutina más de un año. Conocía a mucha gente que trabajaba al cuidado de aquellos veleros y yates más grandes, aunque sólo de vista. Paseaban sin prisa, dedicándole el tiempo necesario a cada tarea, incluso alguno la saludaba desde lejos con un ligero gesto de cabeza.

Un jueves cualquiera y sin más ni menos importancia que otro, alguien estaba sentado en el mismo banco en el que ella solía hacerlo. Había suficiente espacio para ambos y cinco más, así que decidió sentarse en el lado opuesto. Se había entretenido lo suficiente como para que anocheciera, por eso no pudo verle correctamente la cara, pero juraría, por su saludo y su posterior incorporación, que había estado largo rato llorando. Desapareció sin despedirse, y a ella se le clavó en el alma un dolor que no podía describir. Se recordó a sí misma en aquel mismo banco hacía más de un año, en la misma situación que estaba aquel chico, y no pudo evitar dejar escapar el llanto que llevaba tanto tiempo reteniendo.

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